Con el alma en el campo
Por: Alejandra Varela Melo.
San Bernardo es un lugar tranquilo, en un día despejado desde el parque principal se observan las montañas en un verde intenso, aire limpio y alrededores ambientados por el sonido de un colegio cercano, algunos autos y mayormente motos. El ruido de uno de estos vehículos de dos ruedas resuena y se apaga frente al restaurante. De la misma se desmonta un hombre en botas de caucho negras de caña media, jeans clásicos que se ven bien usados y una chaqueta tipo bombardero de cuero que muestra rastros de uso regular. Estrecha la mano de todos los que están en la habitación de manera amable y mirándolos fijamente repitiendo los nombres de cada persona; asiente felizmente cuando logra replicarlos de forma correcta. Al llegar a mí se presenta a sí mismo como Juan Carlos Moncaleano y en el saludo al sujetar mi mano evidencio la fuerza de alguien que labora en el campo, pero su agarre se mezcla con la calidez y serenidad que refleja su mirada, es un libro abierto.
Ofrece un tinto para todos y se encarga él mismo de prepararlo, servirlo y llevar azúcar para quien lo desee.
Cuando se le pregunta, «¿cómo está?», responde con absoluta positividad con un «¡excelente!», y al mencionarse que le tienen una buena noticia replica que para él «no hay malas noticias, todas las noticias son buenas». Sonríe y se acomoda en su asiento, dispuesto a escuchar y responder cualquier pregunta que se le realice, o a dar su opinión frente a cualquier tema, puesto que las palabras le fluyen fácilmente. Incluso, al darse cuenta de que enseño inglés, no repara en desplegar sus propias habilidades para intentar establecer una conversación en el idioma. Rompe el hielo al hacer uno que otro chiste y se toma cada segundo de su vida con calma y mesura. No obstante, cuando inician los temas difíciles, su mirada se nubla y se toma todo su tiempo para ordenar las ideas en su mente, porque ha superado y perdonado, pero nunca va a olvidar lo que le ha sucedido.
Un paso hacía atrás
Juan Carlos nació el 16 de junio de 1969 en Ibagué. Conformó parte de 5 hijos, luego vio nacer a otros 5 hasta que llegó a tener 10 hermanos. A sus 12 años de edad, Juan Carlos y su familia se mudan a la vereda La Flor, en San Bernardo, y allí descubre que su lugar en el mundo es en el campo. Cuenta con cierto brillo y encanto en su voz que en la finca había de todo un poco. Tenían marranas de cría, ganado bovino, cultivaban plátano, yuca, limones y guanábana; incluso, contaban con un galpón que su padre hacía con sus propias manos. Allí nace un amor por el trabajo del campo, la cría de animales de granja y cultivar la tierra. Cualquier cosa que haga en la finca le trae satisfacción, fue un gusto instantáneo. En sus años de adolescencia puede ver el progreso de la finca que labra con su familia e inicia a idearse junto a su papá planes más grandes. Concluye que su vida está encaminada, de ahí para arriba su espíritu juvenil solo ve grandeza en su futuro. No obstante, algo más grande que todos ellos llega para darle un duro golpe a los cimientos que con tanto esfuerzo habían logrado construir.
El padre de Juan Carlos era un exmilitar y un grupo organizado al margen de la ley, que llegó a comandar la vereda, advirtió que había un blanco ubicado en la puerta de los Moncaleano; todos aquellos a quienes consideraban enemigos, militares, policías y demás, debían desaparecer o sufrir las consecuencias. Así es como deben vender su finca y en marzo del 92 retornan a Ibagué. Pensar en los planes inconclusos, en el bache que pone la vida y en todo lo perdido cuelga sobre todos como un trago amargo. Para Juan Carlos había un antes y un después que se ubica de manera precisa en ese suceso. «Yo trabajaba con el ganado», cuenta todavía con ilusión que «el proyecto de vida que teníamos con mi papá en la finca era sembrar pasto de corte, un lugar con el ganado quieto, y era un muy buen negocio». Sus planes, que casi pudo tocar con la punta de sus dedos, simplemente desaparecieron.
Pasan algunos años y para el 2000 Juan Carlos se reubica en Venadillo donde comienza a trabajar como distribuidor de gas en el pueblo. Lo reconocen por su cordialidad y es así como se gana el corazón de la mujer de su vida. Sandra Marulanda residía en el pueblo con sus dos hijas; en los ires y venires del pueblo se construye la cercanía con Juancho, como lo llaman sus seres queridos. «A mí de él me gustó su forma de ser», explica con una sonrisa y una mirada al pasado, «la forma en la que él me trataba, como trataba a los demás y el respeto que les tenía. Siempre saludaba, daba las gracias, cosas que ahorita difícilmente se encuentran en una persona. Ya después lo que me enamoró de él fue el respeto hacia mis hijas». Incluso su hermana Myriam Moncaleano resalta el rol que adquirió. «Las hijastras lo llaman papá, porque él se ganó ese nombre», establece ella con orgullo.
Con la construcción de su nueva familia Juan Carlos inicia una etapa nueva. Así pues, se motiva a persistir en su pasión, trabajar en el campo. En el 2006 se muda a la vereda Yatay, nuevamente en San Bernardo y retoma felizmente las actividades del campo. Siembra de plátano, yuca, maíz y café, porque «la diversidad de producción es lo que lo sostiene a uno en el campo», indica de manera obvia. Poco a poco todo toma forma y la factibilidad de mantenerse en el campo le abre nuevos horizontes. En el 2010 ojos y manos inescrupulosas que se esconden detrás de uniformes e ideales falsos, se plantan en su entrada y comienzan a cobrarle la “vacuna”. En un principio, aunque con muy poca voluntad, Juan Carlos lo hace. Volver a perder algo que solo se levanta con sudor grueso en la frente es complejo. Pero todo da un giro más perverso cuando la cuota usual para la vacuna no es suficiente y ahora en las amenazas resuenan los nombres de sus hijos.
Los Moncaleano Marulanda son desplazados de este lugar y deben tomar sus pertenencias para llevarlas de vuelta a Ibagué. Juan Carlos agradece el hecho de haber contado con familia en la ciudad que los recibió, toda vez que no es el caso de todas las personas que pasan por la misma situación. Aun así, la vuelta a Ibagué resulta ser una lucha cuesta arriba. El único trabajo en el que puede desempeñarse es como conductor, y es inutil conseguir alguna opción. Es así, como en el acto de que la tercera es la vencida, retorna a San Bernardo donde durante unos años logra trabajar como minero de materiales de construcción para que en 2012, junto a su esposa, su hermana mayor y otras personas del lugar, creen la Asociación de Mujeres Rurales Abejitas Dulces de San Bernardo (ASOMURA). Allí identifican nuevas oportunidades, una opción de reiniciar y un encuentro con personas que sin saberlo vivieron la misma historia de Juan Carlos.
Un hombre de y para su familia
Juan Carlos rememora su pasado y lo describe con una sola palabra: nostalgia. A pesar de eso ha logrado sobrepasar obstáculos y hoy su visión del mundo es desde el optimismo. Myriam adjudica esto al núcleo familiar en el que crecieron. «Para mí la felicidad que uno tenga en su corazón viene de las raíces. Nuestro padre fue una persona espectacular, mis padres vivieron 58 años juntos con el amor más grande del mundo. Una de las cosas que permite que sea grande es el haber sido feliz desde la niñez, eso le ayuda a uno salir adelante. Fuimos en todo sentido una familia unida con mucho amor». El amor y cariño con el que creció Juan Carlos, fueron elementos que lo moldearon en el hombre que hoy en día abraza sin miedo a sus más allegados y que besa la cabeza de su hijo para despedirlo. El amor que muestra en sus acciones habla de alguien que sabe que se debe vivir el ahora a todo color y que su más grande riqueza es su gran corazón.
«¿De dónde viene tanta positividad y optimismo?», le cuestiono con curiosidad a Juan Carlos. Se sacude de hombros como indicación que su respuesta es algo evidente: «Eso es cuestión de decisión, es decidir vivir bien a pesar de lo que pueda pasar o haya pasado. Yo tuve muchos momentos donde mantenía de mal genio y con muchos afanes, todo me molestaba y un día me dije a mí mismo, “¿qué gano con eso?” Le tengo una historia: Los árabes todo lo que hacen lo hacen para ganar, solo piensan en ganar y si es dinero mucho mejor. Entonces un señor llegó y encontró una señora llorando y le dijo: “¿por qué llora?” La señora le respondió entre lágrimas: “Déjeme, no me diga nada”. A eso el árabe le dijo: “Venga, ¿qué se gana con llorar? Nada, y si no se gana nada, entonces mejor no llore, está perdiendo”. Esa historia me marcó, yo pensé para mí mismo, “¿qué gano con discutir y con estar de mal genio?” Nada. Así que dejé de hacerlo».
Es un hombre lleno de historias y chistes del mismo tipo, sus anécdotas y vivencias le han llamado a la tranquilidad. Para su esposa, Juancho «es excepcional, entregado a su familia y a los seres queridos que lo rodean. Muy servicial, si le puede servir a alguien así no lo conozca lo hace. Y es muy tranquilo, antes me dice a mí que no me mate la cabeza»; para Myriam, «Juancho es único. Él dice que es el hombre más rico del mundo sin necesidad de tener plata en el bolsillo, para él la clave de la felicidad es ser un hombre feliz»; para su sobrina Luisa, «mi tío Juancho es muy colaborador, es muy cariñoso con todos nosotros. Ha sido muy trabajador, no sé porqué siendo tan inteligente, tan emprendedor y activo la vida lo ha atropellado tan duro».
Observo a Juan Carlos mientras lleva a su pequeño nieto Jeremy en sus hombros. Juega con él como si también fuera un niño. El aroma a guayabas maduras de un árbol cercano envuelve el ambiente, toma una y se la entrega para que la coma. Es claro que no hay nada que describa la vida en una finca como esa mínima acción. Juan Carlos se ve feliz al corretear con Jeremy detrás de un balón mientras disfrutan del espacio que la finca les brinda, es su elemento. «Lo que más me gusta de ser abuelo es divertirme con este muchacho», dice mientras recibe la fruta de la mano del niño, «él se divierte mucho conmigo y yo me divierto haciéndolo divertirse».
La interacción es de genuino amor de abuelo y en ese momento nuestra conversación finaliza con una última historia: «Un señor se encuentra con un viejito y le dice: “Don señor, ¿usted cuántos años tiene?” El señor le contesta: “Yo tengo 96 años”, y le dice: “¿y usted qué hace o qué ha hecho para conservarse así como tan jovial, tan alegre?” Le responde: “¡Es que yo no le llevo la contraria a nadie!”, y el otro le contesta: “Eso es pura mentira, eso no puede ser por eso”. Entonces el viejito le responde: “¡Ah!, bueno, entonces no». Se ríe de su propia historia, haciéndome sonreír de vuelta y complementa: «Es una buena actitud si alguien no está de acuerdo con lo que yo estoy diciendo, pues que él siga con su pensamiento, que es libre y yo con el mío también libre, y ambos contentos». Y eso es precisamente lo que Juancho refleja allí relajado en su finca: libertad.