Rescoldo bajo cenizas

«Para mí Ignacio Betancur no está muerto y ese sábado 14 de noviembre de 1993 es un hecho tan real y concreto, como su legado y su memoria»

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  El escenario que conmemora la vida y obra de Ignacio Betancur. Foto tomada por Helmer Díaz - El Nuevo Día.

Ignacio Betancur no está muerto. No lo mataron la noche del sábado 14 de noviembre de 1993, a tan solo 500 metros de un puesto de vigilancia del Ejército Nacional, con más de 150 disparos de fusil y ametralladora que impactaron su vehículo Mitsubishi modelo 1989, en donde perdió la vida junto con su sobrino Raúl Rodas, quien lo acompañaba en una travesía de apoyo comunitario.

Yo ni siquiera había nacido, pero ahora puedo imaginar a sus seres queridos parados frente a la radio, detenidos, negando con la cabeza los hechos, en pausa y en silencio. Así quedaron todos aquellos que lo conocieron, en un intento por asimilar cómo era posible que a alguien tan bueno lo asesinaran.

Pero ese silencio, producido por el impacto de la noticia que corría por las redacciones de los periódicos y por las mesas de los programas de radio, que con voces estupefactas decían: «mataron a Ignacio Betancur» fue haciendo un hueco en el alma nacional, si es que eso existe, y muy pronto ese silencio fue dando paso al repudio, y ese repudio se fue convirtiendo en un solo grito, el de rechazo desde los lugares más recónditos de esta patria nacida para el dolor, el desarraigo y la injusticia.

Lo que yo no sabía entonces era que en un país en donde pensar distinto es peligroso, lo mínimo que te puede pasar es que te etiqueten, te cierren las puertas en tu cara, te marginen, te anulen, convirtiéndote en un cero a la izquierda, y que lo inaudito, lo peor, es que te cueste la vida.

«Nadie podrá llevar por encima de su corazón a nadie, ni hacerle mal en su persona, aunque piense y diga diferente», tradujeron los grupos indígenas en Colombia el artículo 11 de la Constitución Nacional, que dice: «nadie podrá ser sometido a pena cruel, trato inhumano o desaparición forzada».

Ignacio Betancur lo repetía en todas sus intervenciones públicas, especialmente en sectores vulnerados por el régimen paramilitar, pero aquí y para muchos, las palabras siguen siendo solo signos, nada importante, nada que nos defina, nada que nos salve, nada.

Aunque para muchos él fue solo un muerto más, un número de la estadística de la muerte en Colombia, esa parte de la tenebrosa realidad nacional que se convirtió en parte del paisaje, el eco de sus palabras y sus acciones se convirtieron en referencias para quienes, como él, pensamos que las cosas si pueden cambiar si nos comprometemos con no hacer el mal a personas que piensen o hablen diferente. 

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  Plana en memoria de Ignacio Betancur. Foto recuperada de archivo.

 En cada generación un muerto, muchos muertos, asesinatos que marcan la historia del país, la vida propia. Por ejemplo, a mis padres les tocó —me cuenta mi madre—, vivir bajo el Estatuto de Seguridad del expresidente Julio César Turbay Ayala, la toma al Palacio de Justicia, los asesinatos de Lara Bonilla, Jaime Leal, de Bernardo Jaramillo Ossa, Luis Carlos Galán y Carlos Pizarro, entre otros tantos.

Y como si no nos bastara, también la bomba en el avión de Avianca, el atentado terrorista a las instalaciones del Departamento Administrativo de Seguridad (DAS), en Paloquemao, Bogotá, el sistemático asesinato de líderes sociales y de la Unión Patriótica (UP), y todo esto se dice fácil, se escribe fácil, pero todo este horror marca a la gente, a sangre y fuego, inoculándonos el miedo y la barbarie como si eso fuéramos en realidad, como si para eso hubiésemos nacido.

No hago ahora esta ignominiosa lista de líderes inmolados porque sí, porque eso no basta, lo que pasa es que sus nombres representaban unas ideas, como Ignacio Betancur, y en eso todos coinciden, lo extraño es que estén muertos, asesinados, como si defender la libertad de pensamiento fuera el camino más fácil para que te maten, te desaparezcan.

Para aquel entonces, yo no había llegado al mundo, ya lo había dicho, y ese hecho hace que su muerte, como la de otros tantos, te marque de una manera diferente, como si la distancia con los hechos, tan distintos a los acontecimientos, que son los que marcan la historia, te hicieran eco en tu cabeza y te pusieran a pensar de verdad en lo que estamos haciendo, en lo que está por venir.

La primera vez que supe de Ignacio, quiero decir, la primera vez que tuve conciencia de él y de su legado, fue en la conmemoración de los 21 años de su muerte en 2014, año en el que se inauguró la Casa de la Cultura en Villa Restrepo, un lugar que lleva su nombre y fue construido por la mujer con quien vivió una sublime historia de amor: Olga Beatriz González.

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  Protocolo inaugural. Foto tomada por Helmer Díaz - El Nuevo Día.

Nacho, como ella lo llamaba «fue un hombre enamorado de la educación, como derecho que impulsó muchas experiencias pedagógicas y animó a la lectura, la reflexión crítica y la expresión política; siempre pensaba en orientar a las personas, en darles herramientas de conocimiento para sacarlas de la subordinación mental y animarlos a luchar por sus derechos».

Al compás del tictac marcado por el reloj, mientras ella fumaba un cigarrillo Marlboro blanco Light, nos pusimos a ver un álbum lleno de manuscritos y fotografías que evocan el paso de los años. Muy al fondo, había un disco de acetato que despertó mi curiosidad y, con su aprobación, lo desempolvamos en un cálido intento por recordarlo.

En principio pensé que la nota sería un ladrillo, pero a medida que pasaban los minutos e iba escuchando los testimonios de quienes lo conocieron, de gente importante, pero también de la gente de a pie, comencé a entender la importancia de su figura, como el amigo siempre abierto a ofrecer un abrazo afectuoso y una sonrisa estimulante.

Esa tarde, al filo de las seis, cuando el roce del disco con la púa se terminó, volteé a ver a Olga Beatriz, sentada en el sillón, junto a la ventana, y la vi llorando; sentí que algo dentro de mi cabeza había hecho click, de alguna forma no podía seguir viendo al mundo, a Colombia, de la misma forma desinteresada como hasta ahora lo había hecho. 

Y no es que desde entonces me hubiera propuesto ser distinto, o ponerme sensible ante cualquier hecho de violencia que dañara a las personas, no lo sé, la experiencia fue como cuando lees la última página de un libro que te ha gustado y lo cierras lentamente, como si no te quisieras desprender de él, sabiendo que tu vida no será la misma después de aquella experiencia, que se convierte en un hecho vital, inolvidable.

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  Corona en memoria de Ignacio Betancur. Foto tomada por Juan Felipe Ramírez Pulecio.

 Eso fue lo que a mí me produjo Ignacio Betancur, no su muerte, sino su vida, su legado y su memoria. Por eso creo, en esta época de influencers, en la que el mundo va tan rápido y todo es exprés y no hay tiempo para estimar al otro, que el valor que tiene la memoria es trascendental, no solo para no repetir los sucesos, sino, para no olvidarlos.

 Lo que más necesitamos ahora no son tantos millenials con el brillo de influencers, que nunca han leído un libro en su vida y tampoco saben sobre los mártires de la nación, lo que esta sociedad requiere urgentemente son referentes, individuos que con su impronta en la vida, sin arrebatos de lideratos mesiánicos, nos abran los ojos para ver el otro lado de los acontecimientos y nuestro papel en la historia.

Es tal vez por eso que para mí Ignacio Betancur no está muerto y ese sábado 14 de noviembre de 1993 es un hecho tan real y concreto, como su legado y su memoria.


Realizado por: Juan Felipe Ramírez, estudiante del Programa de Comunicación Social y Periodismo de la Universidad de Ibagué.


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