Cicatrices que traspasan

Por: Paula Sofía Núñez Beltrán.  

Laura Jimena Orozco Montoya, sentada en las sillas de plástico del Auditorio Central, miraba y escuchaba las palabras de los ponentes. Recordaba la razón que la hacía no informarse sobre el conflicto; prevención y miedo. Ella se describe como una persona «amigable, sociable y sensible», le duele conocer aquellos padecimientos que han vivido miles de colombianos y, específicamente, su familia. Sin embargo, en esa calurosa tarde encontró un «lugar seguro y acogedor para las víctimas». La Cátedra Inaugural: ‘#HayFuturoSiHayVerdad: Luces desde la academia’ se llevó a cabo el 23 de agosto de 2022 y permitió que los colombianos, como Laura, revivieran, rememoran, analizaran su pasado y repensaran la complejidad del conflicto armado en Colombia.

El reloj dio las 2:00 p. m., Laura, silenciosa y con su característica sonrisa, puso total atención a las palabras de Alfredo Molano, Patricia Lara, Diomedes Acosta y Diana Trujillo. En especial, a aquellas oraciones que le decían a los periodistas, un oficio que en algún momento de su vida quiso ejercer. «El periodismo para la verdad es aquel que reconoce que somos hijos de nuestros entornos y presos de nuestros prejuicios», declaró Molano. Al igual que los comunicadores, ella es hija de sus entornos y de su pasado. En medio de risas nerviosas, debido a la situación, recordó los horrores de la guerra, el secuestro que sufrió su padre y distintas situaciones traumáticas.

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Cátedra Inaugural: De Izquierda a derecha: Alfredo Molano, Diomedes Acosta, Mónica Álvarez, Patricia Lara y Diana Trujillo. Foto de: Ivón Almanza.

Al finalizar la Cátedra, en la ronda de preguntas, unas pequeñas pero rápidas lágrimas salieron de sus ojos marrones. Las palabras de un asistente tocaron el corazón de todos, «después de que asesinan a mi tío, Eduardo Arias Mendoza, se hace un documental sobre la vida de él y estos 14 años han permitido que yo hable de él, para que no se olvide quién era y qué hizo». En el momento más emotivo de la actividad, Laura volvió a tener presente el motivo por el cual estaba allí: su familia. Por consiguiente, ella ha vivido los horrores de la guerra y no desea que estos sean olvidados; porque si es así, es posible que más colombianos sufran.

- Escuchando esto, recordé algo bastante fuerte que viví en mi infancia - Afirmó Laura Orozco mientras acariciaba la cicatriz de su brazo.

- ¿En serio? ¿Qué recordó?

- En Ortega, mi pueblo natal, un día estaba enferma y mis papás se sentaron en un andén -hizo una pausa-, después de pararnos explotó una bomba en el lugar. ¡Casi morimos!

Encuentro

Una pequeña Laura Jimena, de cinco años en el año 2009, con sus cachetes carmesí, paseaba junto a su familia por las calles de Ortega, en una calurosa noche. Sus rizos recorrían su cara mientras jugaba con una pelota que se había encontrado camino a casa, esta era más retazos que balón. Entre risas y el sudor que brillaba de su frente, un repentino dolor de estómago preocupó a su madre y padre. A pesar de tomar medicamentos y seguir las recomendaciones del médico, llevaba días con esa molestia en su sistema digestivo. Parando cualquier acción que realizaban todos, tomaron asiento «en un murito frente a la casa, esperando que a Jimena se le pasara el malestar», recuerda Rubiela, su madre.

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Laura Jimena Orozco con 3 años de edad. Foto de: Laura Jimena Orozco.  

- Esperemos aquí un rato - afirmó Rubiela.

- Mami, ya estoy bien.

- Bueno, vamos.

Al pararse del frío andén, caminaron de bajada por la avenida principal. Minutos después, en aquella acera, un hombre conocido por tener ocho hijos, se sentó dispuesto a abrir una caja que encontró en la calle. La familia Orozco caminó por la iglesia del municipio y giró en la reconocida Avenida Las Palmas. El curioso hombre abrió la caja, sonó “¡BOOM!”. Laura, su padre y madre, no se inmutaron porque nadie más lo hizo, siguieron su camino y llegaron a su hogar. En su cálida casa descansaron y se preparon para el mañana. Sin embargo, otro ser humano iniciaba un camino lleno de tristeza y penumbra, él no volvería ver salir el sol. Ese sitio que fue lugar de reposo para Laura y sus papás, se convirtió en lo opuesto para el hombre. Una bomba partió en dos su vida y, por consiguiente, la de su familia.

- ¿Sí sabe qué fue la explosión de anoche? - preguntó Anibal, padre de Laura.

- No - respondió Rubiela.

- Era una bomba, murió un señor.

Un ser humano con familia, sueños y aspiraciones murió vilmente. De la manera más inhumana, el pueblo de Ortega presenció cómo la violencia hizo creer que las personas no tienen valor. Un baño de sangre pidió la presencia de los bomberos, y los canes, sin quererlo, tragaron pequeñas partes de aquel hombre con ocho hijos. Los niños del municipio lo vieron desde un inicio, vieron, por primera vez, la violencia a los ojos. Aunque, en medio de la pesadez y estupefacción, la familia Orozco Montoya sintió alivio, como en toda guerra, siempre existe la posibilidad de ser la víctima, pero, como dijo Rubiela, «ahí habríamos podido estar nosotros, pero Dios es misericordioso».

Aunque para Laura aquella explosión fue su primer contacto con la violencia, el conflicto armado para su familia inició años antes de su nacimiento, en 1985. Rubiela del Socorro Montoya, su madre, afrontó la toma guerrillera en Herrera, Tolima, por parte del M-19. En su niñez, Rubiela se mudó de Supía, su pueblo natal, a Sevilla, Valle, por el trabajo de su hermano mayor. Pero, después de unos años, la posible herencia de una casa del hermano de su madre la llevó a ella, a su mamá Ana y sus tres hermanas a la tierra del bambuco, específicamente a Herrera. De una familia de ocho hijos, fue la única en ser bachiller. Allí, en el “pueblo olvidado”, según el herruno Homero Hernández, se convirtió en profesora y socorrista.

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Rubiela y sus amigas en Herrera. Foto de: Laura Jimena Orozco.

- ¿Qué será ese ruido? - le preguntaron a Rubiela.

- No sé. Tal vez es pólvora en honor a la comitiva del gobierno.

- ¿Para qué estaban ellos aquí?

- Quieren hacer una carretera para ir directo al Valle.

- Ya me estoy asustando, no para la pólvora.

- Deme un minuto y veo qué es - dijo Rubiela mientras se levantaba de la silla.

Dio un paso, otro, hasta que llegó a la ventana. Quedó estupefacta; no era pólvora, eran balas. «Mucha gente armada cruzaba por los andenes y la calle principal del pueblo. Comenzó un intercambio de disparos y fue duro porque había como 13 policías», dijo Rubiela. Lunes 1 de julio, 5:45 de la mañana. No era una buena forma de iniciar el día. La guerrilla del M-19 se tomó al pueblo y ella como cruzrojista agarró su peto, o delantal, dispuesta a ayudar a las personas. Al salir de las puertas de su casa sintió el terrible frío de la violencia, muerte y desolación. Mientras caminaba por las calles, vio cómo algunas personas tenían un color rojizo en sus manos, sangre. Al parecer, en la casa cural, un profesor fue asesinado.

Rubiela siguió las instrucciones del jefe de la Cruz Roja, debía acompañar a unas mujeres del Valle del Cauca al hospital. Camino a ese lugar, el miedo no faltó. El estruendoso ruido de helicópteros se combinó con el de las armas; al cruzar por una esquina sintió sus piernas temblar, había mucha guerrilla y estaban disparando a las aeronaves. Nervios y susto pasaba por la cabeza de Rubiela, pero su característica fuerza de voluntad la llevó al sitio hospitalario. En este lugar, ella pudo divisar a la distancia un grupo de personas reunidas y distinguió al futuro mártir de la izquierda, Carlos Pizarro. No se pudo dirigir directamente a él, en vista de que «era una jovencita y el miedo tan terrible que teníamos me impidió preguntarle algo».

Después de pasar todo el día en el hospital, escuchó por unos parlantes «¡cese al fuego, necesitamos a la Cruz Roja!» Todos los socorristas se prepararon para salir. Rubiela, un poco asustada junto a sus compañeros, se dirigió a la estación de la Policía, lugar que, al parecer, había sido incendiado por la guerrilla. El grupo de auxiliares salió, caminaron y se sorprendieron por sus pasos de seguridad, hasta que, en medio del trayecto, el sonido de las balas se volvió aún más ensordecedor. Todos ellos cayeron al piso, sus pechos tocaron la fría acera y para sobrevivir se movieron con lentitud y similitud a la de un gusano. Llegaron al andén de una casa, se protegieron, y con firmeza pusieron sus pies en el piso, para así, dirigirse al CAI. Allí, observaron cómo la violencia se robaba la vida de un hombre; un policía moría incinerado y debían ayudar a sacar el cadáver. Un médico que estaba en el grupo de cruzrojistas les hizo una petición a los demás oficiales:

- ¡Hijueputas, entréguense! Ustedes son humanos también, cómo se les ocurre dejarse morir ahí, dejarse quemar. Entréguense - dijo el médico.

- No, porque nos matan - respondió un teniente.

Esas palabras del teniente no pararon la petición de su amigo médico. Con fuerza, lo cogió de la mano y lo entregó al M-19, los oficiales siguieron al jefe y se entregaron; después de hacerlo, le quitaron las armas y los llevaron a un salón del hospital. Con una rara amabilidad, los guerrilleros felicitaron a la Policía por hacerles frente desde la 5:45 a. m., hasta las 4:00 p. m., y no morir. Estos miembros de la fuerza pública, años después, fueron condecorados por su ardua labor. En esa ocasión, fue la primera vez en que Rubiela estuvo cerca de la muerte. Tiempo después, un oficial le aseguró «Mona, yo estaba por dispararle, usted era la única miembro de la Cruz Roja que no distinguía».

Desplazo

Laura es hija de sus entornos. Estos iniciaron cuando su familia en el 2000 tuvo que desplazarse de Puerto Saldaña a Ortega por el conflicto armado. Sin embargo, antes de llegar a ese punto, es necesario comprender qué pasó con la joven Rubiela que vivía en Herrera. Los padres de Laura Jimena se conocieron de una manera común para la sociedad rural. Anibal Orozco era un hombre casado de 26 años, pero visitaba la casa de la familia de Rubiela constantemente. Ella tenía 15 años y lo distinguía. Ocho años después, «cuando menos pensó estaba enamorado de mí y empezó a insistirme, a pesar de que yo le decía que ya tenía su esposa y sus hijos. Como una muchacha ingenua caí y nos fuimos a vivir juntos», añadió la madre de Laura. Después de iniciar una relación, los dos se fueron a vivir a Puerto Saldaña, donde tuvieron sus primeros dos hijos, Marcela y Mauricio.

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Rubiela y Anibal en Puerto Saldaña. Foto recuperada por: Laura Orozco.

Puerto Saldaña es un corregimiento del municipio de Rioblanco, en el sur del Tolima. Siempre es recordado por sus décadas de violencia. Sin embargo, antes de que el conflicto estallara en sus montañas, es descrito como 'próspero' por Anibal y Rubiela. La familia Orozco Montoya era dueña de una de las droguerías del pueblo, así que tenían clientes de las 19 veredas de la zona, siempre veían gran movimiento por el lugar. El inicio del conflicto los tomó por total sorpresa. Las veredas aledañas al municipio fueron las primeras afectadas. Primero, la vereda del Davis, donde la guerrilla hostigó a la población y quemó sus casas. Los grupos armados creían que quienes vivían en ellas eran paramilitares.

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Droguería Orozco en Puerto Saldaña. Foto recuperada por: Laura Orozco.

La violencia en Puerto Saldaña inició porque «Herrara era dominada por la guerrilla y ellos necesitaban ese corredor vial para desplazarse a Ibagué y Chaparral. Sin embargo, el problema que tenían era que el corregimiento estaba tomado por los paramilitares», explicó Rubiela. El enfrentamiento entre los dos grupos al margen de la ley fue el que destruyó e irrumpió en la vida de muchos tolimenses. «Mataron a este», «quemaron su casa» o «se fueron» eran algunas de las noticias que la comunidad escuchaba a diario en el pueblo. Las calles estaban llenas de angustia y la confianza no hacía parte de sus vidas.

Los días en Puerto Saldaña eran grises. En momentos, la normalidad se asomaba por la vida de los habitantes, pero cuando esto ocurría, la guerra siempre hacía acto de presencia. Rubiela era docente y, junto a la comunidad, realizaban un concurso en el polideportivo, pero a las risas, clima cálido y ambiente familiar; las balas, el miedo y destrucción las sobrepasó. En el evento, los disparos asustaron a todas las personas, quienes corrieron en busca de protección. Lo único importante era salvar su vida. El susto fue tanto que uno de los maestros corrió hacía una tienda. En medio del miedo y los nervios, con gran impulso rompió el cristal de una vitrina, los vidrios de esta cayeron filosos como una aguja y ocasionaron una herida en su pierna. A pesar de esto, todo por la vida lo vale.

Las balaceras se convirtieron en la cotidianidad de los adultos, viejitos y, tristemente, de los niños. Al tener en cuenta esto, Rubiela y Anibal construyeron una habitación especial para esconderse cuando las balas volaran como pájaros. También, sus hijos conocían exactamente el protocolo al escuchar disparos: esconderse debajo de la cama o debajo del colchón. Las montañas de Puerto Saldaña no solo destacaban por los tiros de arma de fuego, sino por los retenes de la guerrilla y los paras, que eran una constante en la vida de la comunidad. La madre de Laura dijo que «los paramilitares detenían los carros y tenían un listado. Le pedían la cédula a la gente y si era alguien que ellos buscaban, lo mataban, le abrían el estómago y le echaban piedras para que no flotara en el río».

El momento más crítico de la violencia en Puerto Saldaña fue el 1 de abril del 2000. Ese día, la guerrilla tenía planeado sacar a los paramilitares del pueblo, así que decían: «Vamos a bailar al final del día en el polideportivo». El lugar que sostenía la alegría y risas de los niños, en el conflicto era tomado como una zona de muerte y desesperanza. A pesar del plan de las FARC, las cosas no sucedieron como ellos deseaban; dos frentes del grupo guerrillero se enfrentaron y la cantidad de muertos fue inmensa. Para esconder los muertos, en el corregimiento se hizo una fosa común, donde la vida de muchos descansaba sin identificación y sin la tranquilidad de que su cuerpo lo tuviera la familia. Rubiela presenció días después cómo el Ejército sacaba los cadáveres, los bajaban en 'bestias' y ubicaban en el polideportivo, para después tirarlos a la basura. Los seres vivos eran simples peones en un ajedrez que jugaban los altos mandos del Gobierno, la guerrilla y los paras.

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 Polideportivo de Puerto Saldaña. Foto recuperada de: Laura Orozco.

- Anibal, ¡vámonos de aquí! Esto no es un ambiente para criar hijos.

- Rubiela, ¿pero la droguería?

- No importa, ¡vámonos!

2.169.8741. Una cifra que esconde vidas, sueños e inestabilidad; esa cantidad de personas han sido desplazadas por la violencia. En ese número está la familia Orozco Montoya. La guerra de Puerto Saldaña era imposible de soportar y los paramilitares obligaron a la comunidad a dejar sus casas e irse del pueblo. Les dieron dos días; aunque, Anibal, por ser el dueño de la droguería, no podía abandonar el corregimiento. Rubiela pidió un traslado a Ortega como maestra y tomó el paso antes que su marido. Se fue con sus hijos y a los meses, su esposo se reencontró con ella. Dejaron de lado la casa que construyeron juntos, su droguería y cualquier tipo de estabilidad financiera y familiar que podían tener.

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  Familia Orozco Montoya. Fotografía recuperada por: Laura Jimena Orozco

Según estudios «la presencia de síntomas emocionales y trastornos mentales entre las víctimas del conflicto es bastante alta». Una de las cicatrices que dejó la violencia fue el terror. Cuando Marcela y Mauricio escuchaban algún ruido fuerte, como si fueran perseguidos, se escondían debajo de la cama. Laura Jimena, aunque no lo vivió directamente, el conflicto también irrumpió en su infancia. Ella siempre ha sido una niña más alta que el promedio, con unos rizos que caen por su espalda y una piel blanca que está decorada por un sonrojo. En su infancia era muy «extrovertida, amigable, pero insegura». Aquellos dolores que vivió su familia la traspasaron.

A los cuatro años, en el año 2008, Laura estaba al cuidado de sus hermanos, debido a que su mamá se encontraba en una diligencia del colegio en el que trabajaba. Jimena, como toda una niña, sintió muchas ganas de llorar. Lágrimas salían y salían de sus ojos, pero esto estresó a sus hermanos. Con mucho enojo Mauricio «tomó una correa de cuero y me pegó tres veces». Al sentir el golpe, Laura dejó de llorar instantáneamente, no sólo por el dolor, sino también por miedo a ser lastimada. Las cicatrices del conflicto también la hirieron. Una de las razones por las que existe violencia familiar en Colombia es el conflicto armado.

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  Los seis añitos de Laura Orozco. Fotografía recuperada por: Laura Jimena Orozco

Resiliencia

Laura a los 18 años, con la misma sonrisa y cachetes rojos, recuerda su pasado y las trágicas vivencias de su familia. En la actualidad, cada miembro de su hogar vive con alegría y ganas de salir adelante. Las cicatrices que dejó la violencia ya no son el eje de su vida. Cada uno de sus hermanos han construido sus propias familias y su padre vive con su hermano mayor. Asimismo, en una casa a las afueras de Ibagué, cerca al Cañón del Combeima, Rubiela y Jimena pasan sus días acompañadas por la naturaleza, que les recuerda al campo, y el sonido de las gallinas y los animales campestres.

En el 2022, sentada en el campus de la Universidad de Ibagué, recalca el valor de la verdad, de conocer todo lo vivido. Al hacerlo, ha evidenciado cómo esto la ha formado a ella, a su familia y a sus relaciones interpersonales. Siempre alegre, a pesar de las situaciones, Jimena reafirma la necesidad de conocer el Informe final de la Comisión de la Verdad y de empezar un camino hacía la paz. Su mayor deseo es que las trágicas vivencias que su familia vivió no se repitan nunca más. Los colombianos deben conocer las distintas caras de la guerra. Como ella, Anibal y Rubiela apoyan firmemente a la paz. Aunque no vean que sea implementada, creen que el acuerdo es un gran primer paso para un país mejor, que valore la vida y con personas que no tengan que dejar sus hogares por miedo.

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